Hacía mucho tiempo que no llovía y el sol lo quemaba todo. Las plantas se secaban, los animales se morían y el pueblo quechua con muy poco que comer le rogaba a los dioses que les mandaran agua, pero la diosa lluvia, que estaba muy lejos, no escuchaba las súplicas de la gente.
Como último recurso, las personas decidieron reunir lo poco que les quedaba para comer y ofrecérselo a los dioses esperando que estos, contentos con la ofrenda, hicieran llover. Prepararon una gran olla apoyada sobre unas piedras muy grandes en donde cada familia ponía lo que podía. A pesar del hambre y el cansancio, la gente traía un poco de maíz, papas, cebollas, ajíes y carne seca, incluso los niños llegaban con puñados de porotos. Otros acarreaban pedazos de zapallo y los tomates que quedaron de la última cosecha.
Las familias seguían llegando, tristes y desesperadas, a dejar lo poco que les quedaba para llenar la enorme olla y contentar a los esquivos dioses.
Un cóndor, que observaba todo desde un cerro cercano, al ver el sufrimiento de la gente, decidió salir en busca de la diosa lluvia. Voló sin parar con toda la fuerza de sus alas, a pesar del viento que lo maltrataba, hasta que por fin la encontró y le contó lo que pasaba. Esta, inmediatamente le pidió al ave que la guiara hasta el pueblo.
A llegar, el cóndor agradecido volvió a su cerro y la lluvia, dispuesta a ayudar, comenzó a cubrir el cielo con nubes oscuras pero, al ver el sacrificio que hacía esa gente para llenar el gran recipiente, pensó que se merecían algo más.
Entonces, con un rayo directo a la olla, prendió un fuego y su contenido se empezó a cocinar. Las familias pensaron que era un castigo de los dioses porque no les había gustado el regalo y asustados se refugiaron en una cueva del cerro desde donde observaban lo que pasaba. Al rato empezaron a sentir un aroma riquísimo que venía de la olla y a pesar que se les hacía agua la boca con ese olor exquisito, nadie se movió.
Así estuvieron mucho tiempo sin salir de su refugio y sin dejar de mirar a la humeante olla que hervía haciendo burbujas.
De pronto, desde el cielo oscuro, se escuchó una voz que dijo: “está listo el alimento, coman tranquilos y unidos, todo lo que está en la olla es para ustedes y, cuando terminen el guiso serán premiados”.
Nadie entendía lo que pasaba pero era la voz de una diosa y debían obedecer. Se acercaron con cuencos y vasijas, repartieron la comida y se sentaron todos juntos a comer. Luego de tantas penurias y carencias, algunos lloraron emocionados y luego de probar el manjar, rieron de felicidad y comieron hasta terminar todo lo que había en la olla.
Fue justo después del último bocado que el cielo retumbó con un primer trueno al que le siguieron varios más. Y las gotas empezaron a caer sobre la tierra seca, y mojaron las caras felices, y los polvorientos árboles y los animales sedientos; se llenaron los ríos y los arroyos y volvió la vida para todos. Desde ese día, la diosa lluvia fue la más amada y el locro, la comida favorita del pueblo.
Así nació el locro, palabra que proviene del quechua ruqru o lucru, un guiso de origen precolombino realizado sobre una base de zapallo, maíz y porotos. Si bien en cada una de las provincias argentinas se lo prepara de distintas maneras, lo que permanece invariable son sus ingredientes básicos y la cocción a fuego lento durante varias horas.
Fuente: www.ediba.com
Hermosa leyenda.
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